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El plomero y el libro rojo

23 Abr

 

Las piernas me colgaban de la silla. Tenía el libro rojo sobre mis manos; el papel amarillento y las letras apretadas unas contra otras. Carlo entró en el automóvil. Su camisa de seda estaba empapada de sudor. La cocina apestaba a cebolla, caldo de pollo y verduras cocidas. Mi abuela estaba de pie junto a la mesa, cortando jitomates, pelando papas, rebanando zanahorias. Yo levantaba la cabeza al pasar de página y miraba al pesado hombre de cara al fregadero: el plomero.

El sudor le escurría por la cara. La sucia playera blanca parecía querer reventársele en torno a la panza. El pelo grasiento y engrifado, que sólo le salía de la coronilla, se le pegaba al brilloso cráneo y, al recorrer a pasos torpes la cocina, había dejado manchado el suelo de grasa. Entre página y página, hervor y hervor, el plomero hacía su trabajo. Se puso de cuclillas debajo del fregadero, abrió la caja de herramientas y aflojó unas cosas y apretó otras. Respiraba con dificultad. Tenía la piel roja y las manos callosas.  Yo devoraba las páginas e intentaba respirar por la boca para no aspirar todo ese olor a verdura y sudor. Mi abuela dirigía miradas inquietas al plomero sin prestarme atención ni a mí ni al libro.

Se oyó un silbido. Mi abuela volteó hacia la estufa y quitó la olla exprés de la lumbre. El silbido continuó y, aunque yo estaba cerca del final, cuando mataban a Carlo, levanté la mirada y mis ojos se posaron directamente sobre el plomero. Se oyó un estallido y mi abuela se pegó a la estufa. El plomero, de pronto, estaba tirado boca arriba como una cucaracha que no se puede levantar. Muchas cucarachas que sí podían caminar, le pasaban por encima. Miles. Se lo comerían. Rojas, brillantes, crujientes, ágiles y rápidas. El plomero gritaba y abría los labios como ahogándose. Yo pensé que se le iban a meter en la boca y las cucarachas le invadirían también las entrañas. Estaban sobre su panza y caían desparramadas hacia el suelo en medio de un reguero de agua sucia. El plomero se retorcía, gritaba, gritaba y gritaba. Las cucarachas cubrían sus ojos, la nariz y la calva.  Tropezaban con el pelo. Se empujaban por las antenas y no dejaban un hueco vacío de la  piel roja, tan roja como las cucarachas. Eran muchas, muchas, muchas. No paraban de salir. Se apretujaban contra el hoyo de la tubería para  poder devorarse al plomero. Me pareció que en el camino, se mataban las unas a las otras.

Se oyó otro estallido y mi abuela gritó. Un azulejo se botó junto al fregadero. Una masa negra de bicharajos fue a impactarse contra el techo y, luego, cayó sobre las verduras de mi abuela. Todo estaba negro y rojo sobre la mesa. Cucarachas y chimenes se peleaban por no caer al suelo. El pelo blanco de mi abuela estaba mojado y sobre él danzaban tres gordas cucarachas. A los gritos del plomero, le siguieron los alaridos de mi abuela, que rodeó la mesa y se golpeaba sin sentido la coronilla. Una cucaracha crujió bajo sus manos y, al aplastarla, sus dedos se mancharon de un café viscoso que trató de limpiar en su vestido también empapado. Mataba una y salían mil.

Era casi divertido.

El cuerpo de Carlo se había vaciado por el esfínter abierto ante la proximidad de la muerte. Bajo mi silla, las cucarachas se agolpaban. Clavé los ojos en la siguiente línea, pero sentí en el brazo la huesuda mano de mi abuela y fue demasiado tarde. El libro cayó al suelo. Mi abuela, al borde de un ataque de histeria, me levantó de la silla para sacarme de ahí. La rabia me quiso salir en forma de lágrimas. ¡Mi libro! Lo último que alcancé a ver fue el libro rojo siendo arrastrado por las cucarachas. Al plomero ya no lo vi.